Según Nietzsche la creación del arte se da gracias a dos
impulsos antagónicos: Apolo y Dionisos, ambos dioses se encuentran vinculados
al arte y la música pero, generando percepciones completamente diferentes y necesarias
entre sí.
Apolo nos deleita con sus bellas imágenes, ese mundo de
apariencia es seguridad y serenidad la cual nos protege en una zona de confort que puede
llegar a impedirnos la búsqueda de la “verdad”, inexistente en el mundo apolíneo
por su falta de belleza.
En cambio Dionisos no goza de ningún interés por
deleitarnos, él cuestiona nuestra realidad en el estado de embriaguez, estado
que se alcanza por medio de la unidad del excesivo dolor y el placer, cuestionamiento
que parte de la construcción de nuestra subjetividad y la búsqueda del “uno
primordial”.
Es allí en donde se encuentran estos impulsos tan opuestos y
a la vez tan dependientes, esa necesidad de ir y volver, de soñar y despertar,
de imaginar y crear. Cuando en nuestras vidas no soportamos la carga de
realidad, en el momento que esa verdad dionisíaca nos ha llevado al hastió es
cuando necesitamos regresar a nuestro mundo onírico, mundo creado por nosotros
y por ende perfecto.
El medio en este caso que nos permite ir de un lugar a otro
es el arte, esas creaciones artísticas que nos llevan a la catarsis de lo que
somos y que surgen a partir de nuestros sueños oníricos, esa necesidad de
representar nuestras imágenes idealizadas o sublimes, las cuales nos permiten
soportar la realidad sin perdernos en los límites de lo apolíneo y lo
dionisíaco.